El
aprendiz de carnicero
Pedro
Taracena Gil
El día 26
de febrero de 1959, habiendo cumplido los 14 años de edad el 29 de octubre del
año anterior, mi padre viajó conmigo a Madrid, desde Yunquera de Henares (Guadalajara),
donde vivíamos. Mi padre era labrador de sus propias tierras y yo había
abandonado la escuela del pueblo al cumplir la edad reglamentaria. El motivo
del viaje era buscar una salida a la vida en el campo, a la cual estábamos
abocados muchos jóvenes de mi quinta, como se decía en aquella época. En aquel
día se repetía la misma historia que mi progenitor protagonizó cuando tenía la
misma edad que yo. Él llego solo, su padre murió cuando era un niño, a casa de
unos tíos para aprender el oficio de carnicero, en el número 10 de la calle de
Santa Isabel, en el barrio de Antón Martín. El mismo día de mi llegada, nos
dirigimos a la carnicería de un antiguo compañero de trabajo de mi padre.
Instalada dentro del mercado de Antón Martín en la misma calle de Santa Isabel.
Al día siguiente tomé por primera vez el Metro y me desplacé desde la calle del
Humilladero núm. 22 donde iba a vivir en una buhardilla, con unos primos
maternos, hasta mi nuevo puesto de trabajo. Allí me presenté con una
chaquetilla amarillenta que mi padre me entregó, la cual conservaba desde sus
tiempos de carnicero. Como complemento al uniforme de trabajo me equiparon con
un mandil de color verde con rayas negras, típico de carniceros y pescaderos.
Comencé a trabajar de chico de los recados. Aprendí a moverme por la capital y
a encontrar los lugares donde debía llevar la carne y los embutidos en una
canasta sobre mi hombro. Restaurantes, domicilios particulares y hasta las
cocinas de las facultades de Farmacia y Medicina de la Ciudad Universitaria.
Bajaba y subía el género de las cámaras frigoríficas y hasta me enseñaron a
deshuesar la carne congelada que se importaba de Argentina, a golpe de cincel y
martillo. Los gremios de pescaderos y carniceros, sobre todo, me aceptaron muy
bien y no faltaban las bromas típicas dedicadas a un chico novato, venido del
pueblo y todos sabían que estaba comenzando el mismo camino de su padre.
Algunos antiguos colegas de mi padre recordaban con nostalgia, en mi ir y venir
por el mercado, su época de chico de la tienda, aprendiz de aquel oficio. Es
evidente que, para aquellos pescaderos y carniceros, yo era “un nuevo fichaje”.
Pronto encontraron un paralelismo con el mundo del fútbol. Y allí por donde
pasaba con mi canasta al hombro, tuve que habituarme a mi nuevo alias. El
antiguo colega de mi padre, aunque salvando las distancias, había fichado a su
nuevo Puskas. Coincidía que a principios de esa misma temporada de 1958-1959,
el Real Madrid había fichado al húngaro Ferenc Puskas, uno de los mejores
jugadores de todos los tiempos. Zurdo, pero sus jugadas le hicieron acreedor
del sobrenombre de “cañoncito pum”. Yo jamás hubiera pensado que, sin dar una
patada a una pelota, fuera a ostentar tal nombre. Así me llamaron hasta que
abandoné el mercado, un año más tarde. Para comenzar mi formación profesional,
cuyo oficio desempeñé en una multinacional del automóvil.
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Los profesionales y la profesión perdió sin duda a un excelente carnicero y me alegra mucho pero mucho, que aquel aprendiz se convirtiera en un escritor como pocos. Un BESAZO, Pedro y como siempre, lo más sencillo y humilde lo vistes de EXCELENCIA.
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